FOUCAULT fue certero:
“No creo en absoluto que nuestra sociedad sea democrática. Si uno entiende por democracia el efectivo ejercicio del poder por una población en la que nadie esté dividido u ordenado jerárquicamente en clases, es absolutamente claro que estamos muy lejos de la democracia. Es también claro que vivimos bajo un régimen de dictadura de clases, un poder de clases que se impone a sí mismo mediante la violencia, siempre cuando los instrumentos de esa violencia son institucionales y constitucionales. Y esto ocurre en un grado que impide que exista una verdadera democracia”.

Sumisos de hoy

Sumisos de hoy
Arturo Alejandro Muñoz
Coltauco

UNA QUERIDA AMIGA, profesional universitaria y exitosa en su actividad, desapareció repentinamente de nuestros habituales encuentros mensuales en casa de alguien perteneciente al grupo. Sabíamos que atravesaba por un momento personal delicado, confuso, pero también éramos conscientes de que lo superaría con rapidez. Nos equivocamos, o mejor dicho, yo me equivoqué al no otorgar al asunto la seriedad que requería.
Mis preocupaciones aumentaron al encontrarme por fin con ella en una calle de San Fernando y escuchar las palabras que atenazaron mi espíritu: “¿cuándo vas a escribir sobre ‘el miedo de los hijos de la dictadura’; hablar de la generación que vivió con el miedo, que no se atreve a decir lo que piensa, a sentir, y que se traduce en seres anónimos incapaces de conectarse con su yo interno? Yo soy una de esas hijas de la dictadura, pero el problema es que la dictadura ya terminó y yo sigo atada aún a mí misma y a mis miedos”.
Quedé de una pieza, pues caí en la cuenta de que yo también soy uno de esos ‘hijos de la dictadura’, uno más de aquellos millones de chilenos que fuimos sojuzgados, acallados y minimizados intelectual, social y humanamente por los que contaban con el poder de las armas y del dinero. Yo también –en varias ocasiones- opté por disfrazar mi pensamiento ante la posibilidad de caer en manos de torturadores enfermizos como el recientemente fallecido ‘guatón’ Romo Mena. No sólo mi amiga tuvo miedo en esa época, muy pocos pueden afirmar que jamás temieron ya que -me parece- también muchos de los entonces defensores de la tiranía vivieron esos años con el susto recorriendo sus entrañas.
Un historiador latinoamericano, cuyo nombre no recuerdo, afirmó que en el escenario del subcontinente, Colombia era un carnaval, Venezuela una universidad, Perú una Historia, Argentina un granero y Chile un regimiento. Razones le sobraban, pues nuestro país fue ordenado social y jurídicamente, a partir del año 1541, por soldados españoles, antes que por codiciosos aventureros europeos. En nuestros genes, querámoslo o no, subyace la obediencia de cuartel y el respeto obsecuente a todo aquel que posea cierta autoridad. Los ejemplos encontrados en las vidas y acciones de personajes como O’Higgins, Carrera, Portales, Montt, Ibáñez, González Videla, Pinochet –cual de ellos menos dado al respeto de la disidencia- permiten entender lo asegurado por el historiador aquel.
Nuestra perenne obediencia ciega a la autoridad –independientemente de que esta carezca de moral para ejercer administración- nos ha convertido en un pueblo pusilánime, individualista, con inclinación al consumo adictivo y despreocupado de nuestro entorno social y geográfico. Ello es miel para la clase política, tanto como para quienes manejan la opinión pública a través de sus medios de prensa, obviamente en beneficio de sus propias cofradías económicas.
Es momento de reconocer que han sido ‘los hijos de la dictadura’ quienes permitieron lo anterior con sus actitudes acomodaticias, débiles y oportunistas. Esos mismos ‘hijos’ –en décadas ya idas- entregaban a la sindicalización y a las federaciones estudiantiles (como también a las tiendas políticas) sus mejores esfuerzos, participando en ellas, exigiendo consecuencias coherentes con los programas ofrecidos. A partir del año 1973, esos ‘hijos’ se dejaron aherrojar por los dictámenes de quienes habían propuesto desde siempre todo lo contrario. Así vivieron diecisiete años, entre toques de queda y bandos cuarteleros, entre noticias bobas e insulsas y modas ultra conservadoras incluso en lo intelectual. Con una facilidad pasmosa los chilenos se alinearon en verdaderos cuadrados de parada militar, esperando órdenes e instrucciones sin atreverse a pensar por sí mismos, y ni siquiera a otear qué sucedía más allá de nuestras fronteras.
Hubo excepciones, cierto, pero no bastaron para lograr un cambio útil de mentalidad. Esas excepciones permitieron que la gente se decidiera a terminar con el estado dictatorial, mas no permitieron dar el salto cualitativo con el que se debió recuperar el tiempo perdido. Se fueron los tiranos y llegaron los políticos. En rigor, la ganancia fue notoria, pero insuficiente en sí misma. Los ‘hijos de la dictadura’ mantuvieron sus obsecuencias y temores, regalándole a los nuevos gobernantes una autorización en blanco para apropiarse del país y de las voluntades de su gente. Ese silencio voluntario facultó a jueces y mandamases para obviar la verdadera justicia, así como para abrir cauces a la corrupción en las altas esferas (y en las bajas también), misma que hoy constituye parte del paisaje nacional sin que nada logre asombrar al individualista ensimismado que llevamos en el alma.
No es de extrañar entonces que sean los chilenos jóvenes, nacidos después de la época dictatorial, quienes conozcan mejor a los políticos que el resto de sus compatriotas y, además, pongan en jaque a la autoridad cuando ésta –a través de sus hechos- deja de serlo. Esos tres millones de chilenos que aún se niegan a inscribirse en los registros electorales constituyen una certera confirmación de cuán negro es el futuro de la política tradicional, la que se verá cada día más impelida a provocar cambios no sólo en su estructura sino, también, en la honestidad, capacidad y sinceridad de quienes deseen unirse al manido ‘servicio público’.
Quizá, para los hijos de la dictadura (y me incluyo en ellos), el molino ya dejó de girar por insoslayable culpa nuestra, puesto que dejamos hacer a quienes debimos obligar, y cerramos los ojos ante demasiados manejos interesados por parte de aquellos que supuestamente nos representaban. Si algún lector cree que todo lo escrito en estas líneas peca de tremendismo, le recomiendo conversar seriamente con los jóvenes que tenga cerca…. y con algún político que al menos sepa leer de corrido, el cual deberá reconocer que cada semana que pasa siente que un enorme sector del país (el juvenil) aumenta su rechazo.
No todo está perdido. Los hijos de la dictadura todavía cuentan con tiempo y posibilidad para encarar a sus propios representantes, exigiéndoles cumplimiento de promesas electorales y coherencia con sus discursos o posturas mediáticas de campaña electoral. No hay cárcel por ello, ni siquiera una sanción económica. Es cuestión de decidirse y hacerlo, para ayudar a nuestros jóvenes a cambiar este regimiento que tenemos como país, por una nación soberana, libre, democrática, republicana, solidaria, con justicia social y de verdad moderna.