Justa rebelión
Por Juan Pablo Cárdenas (exdirector de revista Análisis)
La Constitución que nos rige es ilegítima desde su origen. Fue concebida a puertas cerradas y refrendada en una consulta sin las mínimas garantías ciudadanas. Así fue reconocido, entonces, por quienes hoy nos gobiernan y después de tantos años no han convocado a una asamblea constituyente para darnos una carta fundamental realmente avalada por la soberanía popular.
Si bien la Constitución de 1980 ha sido modificada, las reformas fueron aprobadas por el Congreso Nacional cuyos integrantes no representan genuinamente a los chilenos. El sistema electoral del cual resultan los diputados y senadores es excluyente y antidemocrático, como lo reconocen muchos de los propios integrantes de ambas ramas legislativas. Quienes votan en nuestro país son apenas la mitad de los mayores de edad y en los votos "válidamente emitidos", según la Ley heredada de la Dictadura, no cuentan los votos nulos y en blanco.
Se asume que las libertades de expresión y de prensa son un soporte fundamental de la democracia. Sin embargo, en Chile no se garantiza la diversidad informativa, y las leyes y quienes las perpetúan se hacen cómplices de la más pavorosa concentración mediática, que resulta en la uniformidad y vulgarización de la televisión, el imperio de un duopolio en la prensa y una creciente extranjerización de nuestras radios. El Internet es privilegio, todavía, de unos pocos. Incluso la Transición se encargó de asesinar a aquellos diarios y revistas que lograron desafiar a la Dictadura y alcanzaron los más altos índices de circulación de nuestra historia.
Como también se sabe, la organización social languidece. Menos de un 10 por ciento de los trabajadores está sindicalizado y los pocos referentes que existen son manipulados por los partidos. Para colmo, sus dirigentes se eternizan en sus cargos, como es el caso de la CUT. Las organizaciones estudiantiles son débiles, sus manifestaciones son infiltradas y severamente reprimidas por las fuerzas policiales. Las organizaciones patronales, sin embargo, se manifiestan con arrogancia y practican descaradamente el lobby en la defensa de sus intereses.
Los jueces con elegidos por los otros dos poderes del Estado y el financiamiento de su actividad depende de las mismas instancias. La creciente corrupción política tiene pocas probabilidades de ser frenada o extinguida, justamente por la presión que ejercen los involucrados en los tribunales, como por la ausencia de un periodismo fuerte que pueda cumplir con su tarea de vigilar a la autoridad y denunciar sus despropósitos.
Las instituciones no funcionan adecuadamente digitadas por operadores políticos que preparan montajes, como el del Hospital de Curepto; estafas, como las de Ferrocarriles y malversaciones, como las que han asaltado, incluso, los recursos para generar empleo a los más pobres y desesperanzados.
El Tribunal Constitucional es integrado por personas que pueden ser muy destacados profesionalmente pero que, finalmente, derivan del cuoteo político. Sus atribuciones fueron definidas por la ideología de la democracia vigilada y algunos de sus miembros han declarado explícitamente que, sobre la ley y el interés público, ellos privilegian sus convicciones filosóficas y religiosas. Su resolución sobre la píldora del día después para nada tuvo en cuenta la opinión del país, especialmente de las mujeres. Si los obispos católicos y otros han legitimado su resolución es porque ésta coincide con sus posiciones. En caso contrario, el integrismo religioso habría indicado desconocer su sentencia, consecuente con el viejo principio de que las leyes de Dios (es decir, de la jerarquía eclesiástica) no pueden vulnerar las leyes de los hombres.
Quienes actualmente nos gobiernan han completado el mismo tiempo en el poder que Pinochet. Tiempo suficiente para acabar con la interdicción ciudadana, distribuir más equitativamente los beneficios de nuestra economía y recuperar tantas libertades conculcadas. De nuevo vamos a enfrentar procesos electorales dominados por el dinero, con un número muy acotado de ciudadanos y en el que se repiten los mismos y añosos candidatos.
Se hace más que justo, entonces, el derecho de los chilenos a movilizarse y desconocer la legitimidad de nuestras pretendidas instituciones democráticas. Rebelión que nuestra historia ha vivido y legitimado muchas veces, cuando los que tienen el poder sólo se sirven a sí mismos. Nuestros héroes, libertadores y mártires son reconocidos justamente porque ejercieron el derecho a desconocer las leyes y las instituciones opresivas.
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Por Juan Pablo Cárdenas (exdirector de revista Análisis)
La Constitución que nos rige es ilegítima desde su origen. Fue concebida a puertas cerradas y refrendada en una consulta sin las mínimas garantías ciudadanas. Así fue reconocido, entonces, por quienes hoy nos gobiernan y después de tantos años no han convocado a una asamblea constituyente para darnos una carta fundamental realmente avalada por la soberanía popular.
Si bien la Constitución de 1980 ha sido modificada, las reformas fueron aprobadas por el Congreso Nacional cuyos integrantes no representan genuinamente a los chilenos. El sistema electoral del cual resultan los diputados y senadores es excluyente y antidemocrático, como lo reconocen muchos de los propios integrantes de ambas ramas legislativas. Quienes votan en nuestro país son apenas la mitad de los mayores de edad y en los votos "válidamente emitidos", según la Ley heredada de la Dictadura, no cuentan los votos nulos y en blanco.
Se asume que las libertades de expresión y de prensa son un soporte fundamental de la democracia. Sin embargo, en Chile no se garantiza la diversidad informativa, y las leyes y quienes las perpetúan se hacen cómplices de la más pavorosa concentración mediática, que resulta en la uniformidad y vulgarización de la televisión, el imperio de un duopolio en la prensa y una creciente extranjerización de nuestras radios. El Internet es privilegio, todavía, de unos pocos. Incluso la Transición se encargó de asesinar a aquellos diarios y revistas que lograron desafiar a la Dictadura y alcanzaron los más altos índices de circulación de nuestra historia.
Como también se sabe, la organización social languidece. Menos de un 10 por ciento de los trabajadores está sindicalizado y los pocos referentes que existen son manipulados por los partidos. Para colmo, sus dirigentes se eternizan en sus cargos, como es el caso de la CUT. Las organizaciones estudiantiles son débiles, sus manifestaciones son infiltradas y severamente reprimidas por las fuerzas policiales. Las organizaciones patronales, sin embargo, se manifiestan con arrogancia y practican descaradamente el lobby en la defensa de sus intereses.
Los jueces con elegidos por los otros dos poderes del Estado y el financiamiento de su actividad depende de las mismas instancias. La creciente corrupción política tiene pocas probabilidades de ser frenada o extinguida, justamente por la presión que ejercen los involucrados en los tribunales, como por la ausencia de un periodismo fuerte que pueda cumplir con su tarea de vigilar a la autoridad y denunciar sus despropósitos.
Las instituciones no funcionan adecuadamente digitadas por operadores políticos que preparan montajes, como el del Hospital de Curepto; estafas, como las de Ferrocarriles y malversaciones, como las que han asaltado, incluso, los recursos para generar empleo a los más pobres y desesperanzados.
El Tribunal Constitucional es integrado por personas que pueden ser muy destacados profesionalmente pero que, finalmente, derivan del cuoteo político. Sus atribuciones fueron definidas por la ideología de la democracia vigilada y algunos de sus miembros han declarado explícitamente que, sobre la ley y el interés público, ellos privilegian sus convicciones filosóficas y religiosas. Su resolución sobre la píldora del día después para nada tuvo en cuenta la opinión del país, especialmente de las mujeres. Si los obispos católicos y otros han legitimado su resolución es porque ésta coincide con sus posiciones. En caso contrario, el integrismo religioso habría indicado desconocer su sentencia, consecuente con el viejo principio de que las leyes de Dios (es decir, de la jerarquía eclesiástica) no pueden vulnerar las leyes de los hombres.
Quienes actualmente nos gobiernan han completado el mismo tiempo en el poder que Pinochet. Tiempo suficiente para acabar con la interdicción ciudadana, distribuir más equitativamente los beneficios de nuestra economía y recuperar tantas libertades conculcadas. De nuevo vamos a enfrentar procesos electorales dominados por el dinero, con un número muy acotado de ciudadanos y en el que se repiten los mismos y añosos candidatos.
Se hace más que justo, entonces, el derecho de los chilenos a movilizarse y desconocer la legitimidad de nuestras pretendidas instituciones democráticas. Rebelión que nuestra historia ha vivido y legitimado muchas veces, cuando los que tienen el poder sólo se sirven a sí mismos. Nuestros héroes, libertadores y mártires son reconocidos justamente porque ejercieron el derecho a desconocer las leyes y las instituciones opresivas.
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